Fue en un autobús, después de haber cruzado tres países durante más de 50 horas seguidas, y en el momento que ya se empezaba a reconocer a lo lejos la ciudad de La Paz, cuando una conversación rutinaria, como muchas otras iguales que ya había tenido antes, me abrió los ojos y me hizo cambiar una frase que viajaba conmigo desde que salí.
Me había acostumbrado a que mi ropa, mi complexión, y mi color de piel, no me dieran muchas oportunidades para disimular que era un continuo viajero entre locales, por lo que las conversaciones, especialmente en aquellos momentos que me acompañaba mi mochila, solían comenzar de dos maneras, dependiendo de si antes me habían escuchado hablar, o no.
Con el tiempo, y especialmente porque casi siempre me lo preguntaba alguien que, casualmente, quería venderme algo y con ella aprovechaba para calibrar el precio que podría pedir, empecé la divertida costumbre de responder: “Un poquitou”. Ya lo hacía por inercia, y lo acompañaba con ese gesto que hacemos cuando nos referimos a algo pequeño, y acercamos sin que se toquen los dedos pulgar e índice. A partir de ahí, sólo tenía que no reirme, y ver cómo empezaban a hablarme muy-len-ta-men-te.
Esta segunda era habitual que la hicieran de forma más sincera y desinteresada, por lo que no puedo calcular la cantidad de personas que, al decirles que era de Barcelona, me empezaron a hablar alegres y emocionadas, o bien de que era una de las ciudades que más les gustaría conocer, o me explicaban que ya la conocían, y que formaba parte de su lista de favoritas.
Cuando viajas, y a base de haber iniciado las mismas conversaciones infinidad de veces, ganas facilidad para poder hablar con cualquier persona, pero también pierdes la capacidad de que estas, tanto las personas como las conversaciones, te sorprendan, pero esto último fue muy diferente esta vez.
En aquel autobús, y posiblemente por el cansancio en el que me encontraba, los elogios hacia Barcelona de la señora que se sentaba a mi lado desde hacía relativamente poco, hicieron que me diera cuenta que llevaba meses recorriendo grandes distancias para conocer las maravillas de aquellos lejanos países, mientras que sus habitantes paradójicamente me hablaban fascinados de la ciudad de la que yo venía.
Desde que salí de casa, y por la forma en la que lo hice (que puedes leer en el post ¿Por qué decidí viajar?), solía responder “- me encanta Barcelona, cuando no estoy en Barcelona”, pero el viajar, la distancia, el tiempo, y aquella última y previsible conversación, resonaron de forma diferente en mí, y me abrieron los ojos para darme cuenta de la suerte que tenía de ser de donde era.
Ahora, a pocos días de dejar México, vuelvo un tiempo a Barcelona, para que Gaudí y el resto de reclamos que la convierten en una de las ciudades más visitadas del mundo, me permitan disfrutar de ella, estando en ella.
¡Sí, me encanta Barcelona!
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