Es cuando se está mal cuando se valora de verdad lo que significa estar bien. El dolor es uno de los mayores motores o motivos para empezar a separar las cosas que realmente tienen importancia, de las que no. Ojalá no tuviéramos que llegar a algo tan necesario y útil por ese camino, pero esa es sin duda la forma más rápida y habitual de hacerlo. Es desde ahí, desde donde decidí dejarlo todo para comenzar a viajar.
Atardecer
Parecía un día normal, y como tal había transcurrido, sin ningún contratiempo importante; después de madrugar y pasar una buena mañana en la universidad, había comido con mis compañeros de clase, y estaba de vuelta en Barcelona con la intención de terminar la tarde en el gimnasio.
Faltaba apenas un último ejercicio para subir al entreno de artes marciales, que comenzaba en unos minutos en el piso superior, cuando mi espalda se rompió y todo cambió.
Llegó la noche.
Anochecer
Ese inesperado instante me produjo una larga lesión que me obligó a reajustar, y sobretodo a reaprender muchas cosas para intentar adaptarme a esa nueva situación, forzándome a dejar el deporte y el ejercicio durante más tiempo del que jamás había soportado.
Sin darme cuenta mi vida se fue convirtiendo en una aburrida monotonía carente de improvisación, condicionada por una larga lista de auto-limitaciones que me impedían salir de ese estado para ser plenamente feliz.
En esa larga noche transcurrieron los dos siguientes años.
Ama nacer
Dos veranos después de aquella tarde mi amigo Marc me llamó para invitarme a pasar unos días en una casa en la montaña, con dos amigas suyas y, tras mi negativa inicial, terminó convenciéndome para que los acompañara.
La primera mañana, después de haber pasado parte de la noche sin poder dormir, y mientras descansaba y digería el desayuno estirado en una hamaca que colgaba a las puertas de la casa, Natalia se sentó a mi lado para hacerme compañía, y para empezar una reveladora conversación que cambiaría todo de nuevo. (Hay una foto de esa hamaca y de ese día en la sección Sobre mi del blog).
Nos conocíamos desde hacía menos de dos días, pero íbamos pasando con facilidad de tema en tema, hasta que se fijó en el libro que yo estaba leyendo, y me habló del que era su libro guía desde el momento en el que lo había leído por primera vez unos años atrás; El Alquimista.
Era la historia de un joven pastor, y de un viaje, y de un camino hacia adelante en el que el protagonista iba superando problemas a la vez que dejaba atrás sus limitaciones. Qué casualidad.
Era su libro favorito, con el que siempre viajaba, pero se lo habían robado en su último viaje por Europa.
En ese momento me acordé que hacía tiempo que tenía la idea de recorrer el Camino de Santiago; Esa peregrinación que se hace desde diferentes puntos de España y de Europa hacia la catedral de Santiago de Compostela, en Galicia.
Empezamos un breve diálogo:
Me quedé congelado, en un completo y revelador silencio que no soy capaz de recordar cuánto duró. Aquella forma tan clara y obvia con que me habían sacudido, llenó de nuevo mi cabeza de luz.
Se había hecho de día.
Promesas
Prometí que iba a leer El Alquimista, que iba a hacer ese camino hacia Galicia y hacia mi mismo, y que, si llegaba a Santiago, le regalaría a Natalia el libro para que siguiera viajando con ella.
Buen camino
Meses mas tarde, en el peor estado de forma física que me recuerdo, compré un billete de tren, cargué una mochila que me habían prestado, y comencé a caminar en busca de algo, aunque todavía no sabía de qué.
Diecisiete días después estaba entrando en la plaza del Obradoiro, y tenía delante la imponente catedral de Santiago de Compostela. Estaba emocionado, pero no era suficiente.
Decidí seguir caminando unos días mas hasta el faro de Finisterre, que épocas atrás cuando no existían mapas y el hombre no conocía bien sus fronteras, estaba considerado como el final de la tierra conocida.
Viajar me estaba devolviendo a mi mismo.
La decisión de viajar
Esas tres semanas de camino sirvieron para acercarme a Santiago, para alejarme definitivamente de todas mis limitaciones, pero sobretodo para encontrar aquello que había ido a buscar: Una decisión.
Me iba a América Latina.
La pregunta
Aquella conversación fue como una llave maestra que casualmente encaja a la perfección en una oxidada cerradura que nadie ha conseguido abrir desde hace mucho tiempo. Fue un desbloqueo instantáneo que permitió liberar e ir recuperando una larga lista de sensaciones e inquietudes, presas hasta aquel momento, y lo hizo de forma suave, sin ningún tipo de fuerza.
Esa formula que yo encontré de forma inesperada, había estado todo el tiempo dentro mío, pero había acabado oculta tras muchas cortinas de excusas.
Desde entonces, y de forma periódica, suelo hacerme una pregunta que me ayuda a contrastar y a comprobar el estado real de mi felicidad. Es una de aquellas preguntas que, bien por obvias, bien por sencillas, no acostumbramos a plantearnos, pero ya aprendí que es desde la obviedad desde donde más claro se observa.
¿Hoy voy a hacer lo que realmente quiero hacer?
Parece sencillo, pero me costó llegar a comprenderlo.
Si mi respuesta es “No” varios días seguidos, intento pensar cuál es el problema y qué posibles soluciones tengo para cambiarlo, y lo cambio. Sin dudarlo.
Es realmente absurdo malgastar la única vida que tenemos haciendo algo que no queremos hacer, y una vez lleguemos al final del camino, ya no habrá posibilidad de desandarlo para rehacerlo de nuevo.
Desde entonces he rechazado trabajos prometedores, me he apartado de proyectos ambiciosos, he aprendido a separarme de aquello que no me beneficia y, sobretodo, he sabido ver y hacer aquello que realmente me ha hecho feliz: Viajar.
Al regresar a Barcelona, compré un ejemplar de El Alquimista, lo dediqué, y se lo entregué a Natalia.
Muchas gracias por esa conversación.
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2 comentarios
Me ha encantado! y me ha emocionado 🙂
Me alegra mucho leer que te ha emocionado, Vea. ¡Gracias por el feedback! 😉