Cinco días llevaba en Costa Rica, los mismos días que había pasado en toda mi vida en América Latina, y ni uno más de los que llevaba fuera de Europa. Era un turista en un país extraño y en una cultura totalmente desconocida, y todavía me faltaban semanas para ir alejándome de esa piel y comenzar a sentirme un viajero.
Desde la capital había llegado a las playas del Pacífico Norte, a un pequeño pueblo llamado Montezuma por el que llevaba viajando dos días con un artesano argentino. Su historia, entonces, era increíble para mí: Se había marchado de casa hacía más de cuarenta años, y todavía no había regresado. Casi como yo.
Estábamos bromeando y preparando la comida en la cocina de nuestro pequeño hostel, cuando una mujer bastante más joven de lo que aparentaba, entró por la puerta situada a nuestra espalda, sosteniendo una bandeja tapada por una tela en una mano, y a una niña de unos seis años de edad con coletas en la otra.
Se la veía muy avergonzada, y le había transmitido esa sensación a su hija, que en silencio lo observaba todo a su alrededor, mientras dejaba blanca y sin circulación la mano de su madre.
Era comprensible, estaban invadiendo solas un espacio privado en el que había dos hombres extraños, y tenían que ofrecerle a un viejo argentino de humor ácido y apariencia intimidante, y a un pálido turista “gringo” aquello que traían oculto bajo la tela.
Al verlas entrar, los dos nos giramos hacia ellas y saludamos despreocupados, mientras la mujer solamente acertaba a destapar la bandeja y a preguntar si queríamos comprarle alguna de aquellas apetecibles empanadas rellenas que vendía.
Mi compañero argentino dijo que no tenía “plata” en esos momentos, y la mujer se quedó en silencio esperando mi respuesta.
Las empanadas realmente tenían muy buena pinta, y yo mucha hambre, pero ya estaba con mi comida.
Girando ligeramente la cabeza para no perder demasiado de vista una olla con abundante agua, que en ese mismo momento empezaba a hervir, le contesté:
Le eché otro breve ojo al fuego, y girándome esta vez por completo, quieto y mirándola directamente, añadí:
Nunca olvidaré su expresión.
Al mismo tiempo que decía levemente que sí con la cabeza, su cuerpo se alejaba de mí unos inapreciables centímetros, su cara se paralizaba, sus ojos se hacían grandes, y toda ella decía: ¡No, por favor!
En mitad del incomodísimo silencio que se había creado, yo volví a girarme hacia los fogones, intentando disimular y aguantar la risa, mientras mi cerebro me gritaba en un perfecto español: Shhht, ¡Calla!, no digas nada más, no intentes arreglarlo, no se puede.
La mujer desapareció inmediatamente de la cocina, y cuando estábamos solos, el argentino, muy serio, me dijo:
La mujer sabía que todo había sido un problema de expresiones, pero fue tan inesperado, directo, y con las peores palabras posibles, que al día siguiente cuando regresó, no podía levantar la mirada del suelo. Entonces sí, aunque imagino que más por el sentimiento de culpa que por el de hambre, le compré dos empanadas.
Unos meses después, estando en una playa al sur del país, le expliqué la anécdota a una amiga también costarricense. Su reacción y su cara me sorprendieron de nuevo; Fueron exactamente las mismas.
No volví a utilizar esa palabra en América.
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