Fue la penúltima vez que llegaba a Costa Rica, y la última en ese pequeño pueblo de mar que, entre montañas y olas, te ofrece lo mejor y lo peor del país. La casualidad quiso que fuera en la habitación número 1 del antiguo hostel Pura Vida, esa que tan bien conocía, y que durante tanto tiempo sentí como propia.
El nuevo dueño no tardaría en darse cuenta que estaba ahí, y subiría sin dudarlo para echarme, pero valía la pena haberse arriesgado, y además, el viajero que estaba en la habitación nada tenía que ver con el turista que llegó mojado y asustado aquella primera noche de tormenta.
En aquella pequeña casa de paredes verdes de madera, oculta entre la selva, había hecho y deshecho amistades, había madrugado y trasnochado, había vivido calurosos veranos y calurosos inviernos, había celebrado aniversarios, navidades, lunes, martes, fines de año, y demasiados sábados, había cocinado para decenas de personas, y había visto llegar y pasar la ultima noche a cientos de viajeros y amigos. La misma última noche que probablemente estaba a punto de pasar allí sin saberlo.
Y amaneció, y la actual y efímera propietaria de mi antigua habitación aprovechó mi profundo y corto sueño para retratar furtivamente ese increíble instante para siempre, y para hacerme reencontrar hoy con esta foto, con esa persona, y con todos esos días pasados en Montezuma.
Me han dicho varias veces que Costa Rica no es Montezuma, y quizás sea verdad, pero para mí siempre será el lugar que cambió mi forma de viajar, y quien sabe si en aquel mismo instante, en la habitación número 1, estaba empezando también a cambiar mi vida para siempre.
– Comparte esta anécdota, y me harás feliz –