Atrapado
Estaba atrapado, y no era la primera vez que me sucedía; mapa en mano, los Andes se dibujaban como una enorme pared que bloqueaba mi salida hacia el Este, el mar Pacífico era una infinita masa azul que me arrinconaba desde el Oeste, y al norte aparecía El Atacama, el desierto no polar más árido de la Tierra.
La ciudad de Valparaíso ya no daba para más. Siete días entre artistas y músicos, de los cuales casi cuatro analizando mapas, vuelos, y posibles alternativas para encontrar la manera de salir de esa prisión geográfica, atravesar el desierto, e intentar llegar a Bolivia antes del fin de semana.
La filosofía de viajar sin prisa me había abandonado momentáneamente, porque me esperarían en La Paz, cinco días después, para celebrar una fiesta de aniversario que no quería perderme.
Salida
Una despedida momentánea me llevó a subirme a un bus por la tarde, y lo siguiente que recuerdo es bajarme de él, muy cansado y de noche, 30 horas después. Entremedio, nada.
A diferencia de la mayoría de viajeros con los que he ido coincidiendo, mi forma de viajar no tiene más planificación que una simple dirección. Sé hacia dónde me dirijo, pero raras veces busco información ni reservas hasta que llego al lugar y observo. Así mismo sucedió en San Pedro.
Mochilas
No me bajé solo. Conmigo, y con la misma cara de no querer saber nada de ningún bus en varios meses, se bajó una pareja de franceses, hermano y hermana. Los tres con mochila.
Cuando el conductor retomó su viaje, nos dimos cuenta que nos habíamos quedado solos en mitad de la oscura y silenciosa madrugada de un nuevo y desconocido lugar llamado San Pedro de Atacama.
Con la misma eficacia que una pelota une a varios niños que no se conocen, una mochila es el mejor motivo para juntar los caminos de los que se cruzan por primera vez en un lugar. Así que ahí estábamos, de pie, cansados y desorientados, extraños entre nosotros pero con una pelota. Les pregunté si tenían reserva para dormir esa noche, y no hizo falta más.
Los dos San Pedro de Atacama
La mañana siguiente, cuando la luz volvió a mostrar las rojizas paredes de San Pedro, ocultas hasta entonces por la noche desde el momento de mi llegada, me di cuenta que había despertado en el corazón del desierto.
San Pedro de Atacama me produjo una mezcla curiosa de sensaciones: Aquel pequeño y bonito pueblo marrón de casas de piedra y adobe, rodeado de arena y volcanes, perdía paulatinamente su fuerte personalidad a medida que la cantidad desproporcionada de turistas iba despertando para acumularse en sus calles.
Hoteles en casas de piedra antigua, oficinas de tours con paredes de barro y adobe, y multitud de comercios, alquileres de vehículos, y restaurantes, todos ellos atravesados por áridas y exóticas calles de arena.
Una forzada convivencia entre pasado y presente, entre la vida que hace años se hizo camino gracias a los escasos manantiales de un oasis en el que hace más de 400 años que no llueve, y la vida que ahora se abre paso a través del dinero que trae al pueblo un incesante chorro de turistas que no parece secarse.
Nos fuimos al desierto.
El silencio del Valle de la Luna
El Atacama era otra historia. Uno de aquellos lugares que te reducen y te obligan a permanecer en silencio, sintiéndote afortunado y diminuto ante ellos.
Como un mar bravo, se me presentó inmenso, casi infinito, sustituyendo azules por rojos y agua por roca, pero con similares formas e igual presencia. Espectacular e imponente, con aquella mezcla de belleza abrumadora y peligrosa fuerza, que te obligan a admirar con respeto y distancia.
El Valle de la Luna no engaña, es sincero en la naturaleza de su nombre: Grandes paisajes de arena y roca, y verticales muros de formas y texturas cinceladas con paciencia por la erosión y el tiempo, envuelto todo por un ambiente marrón, ocre, y rojizo, que te hacen dudar de que sigas en el mismo planeta.
Creo que fueron justamente esos rincones del desierto, completamente mudos, los que hicieron que el día, como si de una partitura de piano se tratara, bajara el tempo para retrasar su inevitable final.
Cuando sol y horizonte se empezaban a dar la mano, la totalidad del desierto se sumergió en un silencio, un silencio triple. (*)
El silencio más obvio era el vacío provocado por aquellas cosas que faltaban; la ausencia de vida y del agua de un mar que hacía años se había evaporado y que sólo se recordaba a través de las marcas que dejó en las rocas.
En lo alto de aquel acantilado, orientada hacia un mismo punto, y como si de un campo de girasoles se tratara, se había agrupado una pequeña y variada multitud de personas. Su admiración y sorpresa añadían otro silencio. El silencio de los que son conscientes que están contemplando uno de los mejores atardeceres de sus vidas.
El último fue un silencio que viene de dentro, de lo más profundo de los recuerdos y de las experiencias, de las satisfacciones y de las decepciones. Un silencio feliz y pleno que me hizo recordar todos y cada uno de mis pasos desde el momento que salí de casa. El tercero fue mi silencio.
* Referencia al Nombre del Viento, de Patrick Rothfuss.
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